La sombra de José
(Imagen cortesía de Pablo Montero)
Amanece…
Cada
día, un rayo de sol ilumina a una persona.
Camina,
respira y vive tan sólo por esperar cada uno de los rayos que el astro rey le
brinda.
Avanza,
y un haz de luz camina a su lado, muestra su sendero y guía sus pies. Es como
el foco de un teatro clavado sobre él.
La
figura mira con sus ojos azules e inmensos como el mar. Mira arriba, muy
arriba, muy alto, imaginando que sus alas tienen plumas, que no son sólo hueso
y cartílago. En su mente, Ícaro… En sus sueños, Prometeo. Imagina llegar al
sol, sueña con tocar esa esfera incandescente con sus cansadas manos desnudas.
Sentir, sólo sentir que en el cielo tiene un sitio.
La
figura y Horus son amigos, ha soñado tantas veces con los dioses que quizás
para él existan.
Rayo
a rayo, haz tras haz, el sol avanza y la figura de alas rotas y ojos azules
como el mar le sigue. Pasa el tiempo y no llega la noche. La calidez es ahora
calor, y la figura camina aun más cansada, arrastrando sus brazos y con la boca
reseca. Crece y cae su cabello, nacen sus canas y arrugas, sus ojos se cansan y
su voz se quiebra.
Navegan
sus pies por lodo, arrastrándose lentamente, mientras se hunden poco a poco
inevitablemente.
Su
blanca piel se quema, quizás hace tiempo brilló tanto como la nieve, tanto como
las nubes, como un espejo… Y un día su piel se seca, se quema, se gasta y se
cae.
La
figura cesa su paso y, tras haber mirado al cielo siempre, posa por primera vez
sus tristes ojos de zafiro en el suelo, cerca de sus pies. No los ve, ni ve sus
piernas, ni la cadera, ni las manos… Sólo ve oscuridad, tinieblas, ve algo que
nunca antes había visto, algo que le sorprende, ve su sombra.
Cae
la tarde…
El
sol quema, el aire ahoga. No existe el agua, sólo la sed. No existe el
descanso, sólo el cansancio. No existe la luz, sólo las sombras. No existe el
bien, ni el mal, el amor ni el odio… Sólo un desierto… Un enorme desierto
plano, como una llanura de marfil, un lago de sal. Hace tiempo, un mar de
lágrimas ocupó este lugar, pero se secó y sólo dejó sal hirviendo. La figura
sangra y cauteriza sus heridas con cada paso que da sobre este lago de sal.
El
día se acerca a su final y la figura mira una última vez al cielo, como a
través de un marco. Ve algo hermoso, algo lejano, algo imposible, algo que tal
vez esta misma mañana o tal vez hace miles de años trató de alcanzar. Pero la
figura está cansada, y sus brazos, que tratan de alcanzar el cielo, de nuevo
caen pesadamente a los lados de su cuerpo. Su cabeza erguida con últimas
fuerzas pronto desiste y pausadamente se inclina hacia el suelo. Ve sus alas
caídas y quebradas en el suelo, sus piernas renqueantes curvándose
irremisiblemente, su sonrisa perdida, sus ojos hundidos… Por último, su mirada
se apaga. Pronto deja de sentir, de sufrir. Ya no le quema el sol, ni añora el cielo.
Sólo su sombra se mueve ya, sólo esta avanza a medida que el sol se mueve. Se
alarga y se extiende aplastada contra el suelo. El sol mira al horizonte y la
sombra cobra sus últimas fuerzas soñando que es persona, soñando que vuela
siendo persona. El sol se oculta… La sombra, inmóvil ya, desaparece en la
oscuridad…
Por
fin, anochece…
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