Capítulo
2. Destino incierto
«¡Qué
suerte!», pensó Ramón. Llevaba casi un día esperando en una pequeña estación
cerca de Lleida a que pasase un tren, y en más de una ocasión llegó a pensar
que nunca ocurriría. Sin embargo, cuando casi se había quedado dormido por
segunda vez en un duro banco de metal gastado y húmedo, un silbato a lo lejos
le había devuelto del sueño. En las tinieblas de su propia ensoñación y de
manera torpe y cansada se había arrojado dentro de ese tren, que
sorprendentemente estaba vacío, y, tras renquear un poco, se había dejado caer
sobre el primer asiento que encontró. «Sin duda una gran suerte», volvió a
pensar Ramón mientras sus ojos se cerraban poco a poco en un profundo sueño.
Un
nuevo silbato lo despertó. Con un leve sobresalto, el agudo silbido le arrancó
de sus sueños anunciándole que se acercaba a algún destino. Debía de haber
dormido muchas horas porque, excluyendo el eterno dolor de su rodilla
izquierda, se había levantado completamente descansado y seco. El silbato
volvió a sonar una vez más. Ramón se puso en pie lentamente con un especial
cuidado en su tullida pierna. Esta llevaba dañada desde hacía unos cuantos
años, quizá dos, desde que en un bombardeo a su ciudad natal, Zaragoza, un
cascote de lo que antes era su casa había golpeado violentamente la parte
frontal de su rodilla, fracturándole el menisco. Zaragoza, su ciudad natal.
Ramón sabía que este tren no se dirigía hacia allá, aunque quizá en la nueva
estación pudiera coger un trasbordo que le llevase a casa. Sonó un tercer
silbido algo más largo y el tren comenzó a pararse. Ramón buscó casi de manera
instintiva su maleta en el asiento en el que estaba sentado, pero pronto
recordó que la había perdido en una estampida de personas en la estación de
trenes de França en Barcelona. El tren se detuvo lentamente, emitiendo
numerosos crujidos y rechinos de las ruedas y maderas de la antigua máquina y
los raíles de la vetusta vía. Ramón se enderezó por completo tratando de
aparentar una entereza que no poseía. Se atusó la gabardina de cuero que cubría
por completo su cuerpo y se caló hasta la nariz el sombrero de piel marrón que
coronaba su cabeza. Cuando el tren paró por completo, Ramón ya se encontraba
frente a la puerta de salida de su vagón. Pronto la abrió con una cierta ilusión
y, algo asfixiado por el largo viaje, salió al exterior recibiendo un fresco
golpe de viento en la cara que llenó sus fosas nasales y casi le quita el
sombrero de la cabeza. Rápidamente lo agarró con la mano derecha y comenzó a
inspeccionar la nueva estación con un cuidadoso vistazo. Nada le llamó la
atención a simple vista, excepto una garita situada en la parte central de una
pasarela. La caseta tenía un pequeño ventanuco cubierto con una tela de color
marrón y, teniendo en cuenta las últimos lugares que él había visto, este
estaba realmente bien cuidado. Incluso una maleta parecía asomar por la
portezuela de la garita. Ramón comenzó a dirigirse hacia allí buscando a
alguien a quién preguntarle por la situación de la guerra cuando, de repente,
el tren comenzó a andar alejándose lentamente hacia el norte. Ramón se dio la
vuelta alertado. Rápidamente se dio cuenta de que en este lugar, por lo pequeño
de la parada y lo vacío del sitio, pocos trenes debían pasar. Comenzó a cojear
tras el tren en una frenética, breve y poco efectiva persecución. El tren iba
despacio, pero Ramón, con su cojera, corría aún menos. Algo asustado ante su
situación comenzó a gritar a plena voz:
—¡Alto!
¡Detengan el tren! ¡Det…!
Ramón
interrumpió su persecución bruscamente tropezando con uno de los raíles de la
vía y cayendo bruscamente de rodillas al suelo. El tren se había marchado y,
fuera donde fuese que se encontraba ahora, sin duda tendría que esperar al
menos un día o dos más para volver a tomar un tren hacia algún otro destino.
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