lunes, 7 de mayo de 2012

DESTINO INCIERTO. Capítulo 1. Quietos como estatuas




Destino Incierto





Capítulo 1. Quietos como estatuas

Quietos como estatuas. Eso fue lo último que les dijo mamá antes de marcharse a buscar algo de ayuda. Hacía frío, mucho frío. Daba igual la cantidad de ropa que llevasen encima, el frío era terrible. Se calaba en los huesos hasta lo más hondo de su cuerpo, helándoles por completo el sentido y la vitalidad. Estaban apagados. Cristina, pequeña, triste y lánguida, miraba al horizonte por donde hacía algún tiempo que había pasado un tren viejo de carbón dejando tras de sí su negra estela de humo. Su tez se había vuelto blanquecina poco a poco, casi sin que ella misma se diese cuenta, y su suave piel apenas había visto la luz del sol en los últimos meses. La guerra hacía a las personas más caseras no por amor al hogar, sino por el miedo a las bombas. El miedo. El miedo había causado también parte de la blancura que adornaba el rostro de la pequeña. El terror dominaba a las personas en estos días y Cristina no era una excepción, ni mucho menos. De naturaleza asustadiza y complexión débil, la falta de alimento, el estrés continuado y el desasosiego le habían empujado a un estado enfermizo y lamentable que apenas le permitía tener fuerzas para mantenerse en pie por sí misma. Cubierta de un pequeño vestido celeste y arropada por una gabardina de color marrón oscuro con capucha, en la pequeña Cristina no existía ningún tipo de brillo, exceptuando, quizás, el apagado dorado de su cabello. Sin embargo, lo más triste de la situación de la niña era, sin duda, la luz de sus ojos: se había apagado. Antes era una pequeña señorita de ojos verdes, vivos y brillantes, pero se habían apagado. La luz se había extinguido de manera paulatina a medida que la guerra y los acontecimientos seguían su curso. Ahora, ese verde era oscuro y profundo, como un pantano en plena noche, como una selva vista desde el interior. Esos ojos eran opacos y tristes, aunque tremendamente hermosos. Esta belleza, oscura y apagada, era sin duda algo inquietante. Su actitud era, a su vez, pausada y  carente de intención, casi automática y desprovista de vida. Se podría asemejar Cristina a una delicada muñeca de porcelana, triste, serena y fría. Era una figura fantasmagórica, tan sólo un fuerte temblor en sus manos y un continuo castañeo en sus dientes indicaban vida en la enjuta niña.
A su lado se hallaba su hermano Carles. Carles era, en gran medida, la contrapartida de su hermana. Sus ojos grandes y vivos eran también de un color verde esmeralda que relucía como el sol. Su rostro, blanco como la cal, brillaba con luz propia, como si sus ojos se reflejasen en él. Una pequeña sonrisa pícara asomaba desde la comisura de sus labios de manera continua, como insinuando que siempre supo lo que estaría por venir. Sobre su pálido rostro, dos pequeños soles apagados de color rosado adornaban sus mejillas, denotando un cierto calor en sus venas. En su mentón, un pequeño «culito», como lo llamaba mamá, adornaba la parte más meridional de su cara. Sobre sus ojos, un cabello rubio y brillante como el oro coronaba la preciosa cara de Carles. Tenía el  pelo un poco desmelenado. Él nunca se peinaba y hacía ya bastante tiempo que mamá no se acordaba de acicalar a su hijo.
Carles vestía otra gabardina larga de color tierra, sin duda también para cubrirse del frío invierno. Bajo ésta, un sencillo y pequeñito traje de color gris, algo raído por el continuo uso. El niño apenas tiritaba por el frío y su sonrisa parecía cincelada en su rostro, ya que nunca desaparecía. Por esto, sin duda, Carles y su hermana Cristina, a pesar de ser parecidos como dos gotas de agua, transmitían la sensación de hallarse en dos mundos completamente distintos, y eso les hacía parecer, en vez de hermanos iguales, seres opuestos.
Quietos como estatuas, quietos, a excepción de por el continuo temblor y el vaho que salía de sus bocas, se hallaban solos, completamente solos en la parada de tren.
La parada estaba situada al aire libre, rodeada por una enorme llanura que se extendía a lo lejos en la que todo era gris y marrón, en mitad de la nada. No había ningún tipo de vegetación, al menos no de un color verde vida. El invierno estaba siendo duro, muy duro. Era bastante difícil que nada pudiese crecer en ese suelo, pues hacía poco tiempo que había estado cubierto de hielo y nieve. El cielo gris acompañaba al triste paisaje transmitiendo una sensación de soledad y vacío. La parada del tren era relativamente acogedora en comparación con el paisaje. Era de madera casi por completo, de una madera húmeda y vieja que parecía resentida por el mal clima. De pequeña envergadura, de unos doce metros de largo por unos tres de ancho, era relativamente alta. Más o menos a medio metro del suelo se levantaba la pasarela principal. Esta pasarela era casi toda la estación. A la entrada tenía unos pequeños escalones que permitían el sencillo acceso y aunque, en teoría facilitaban el ascenso a la estación, el hecho de que un par de ellos estuviesen carcomidos y rotos complicaba bastante las cosas, al menos para los niños. Más adelante había una pequeña garita. Era estrecha y estaba bastante mal cuidada. Sus paredes de madera estaban plagadas de agujeros y rotos, y la estructura emanaba un aire de inestabilidad. En el lateral más cercano a las vías había un pequeño ventanuco que, seguramente, tenía alguna función referente a los billetes de los pasajeros. Esta casucha pequeña y casi desmantelada había servido a los niños para pasar varias de las noches que llevaban allí. Mamá les enseñó a cobijarse en el interior, abrazados, tapando con las gabardinas la mayoría de los huecos, para así evitar el duro frío de la noche de la mejor manera posible. Poco más había en la estación, a excepción de los niños y un banco al fondo, donde pasaban la mayor parte del tiempo junto a un montón de maletas que su madre les había dejado. El banco, de madera también, se hallaba algo mejor que el resto de la estación, debido principalmente a un pequeño techadillo de madera que lo cubría resguardándolo en parte de la nieve y la lluvia. Por último, un reloj de gran tamaño de metal coronaba el techadillo. Estaba oxidado y cubierto de barro pero, aún así, funcionaba de manera milimétrica y cada veinte minutos emitía un continuado y fuerte ruido de despertador. Avisaba de la llegada de un tren, cosa que sin duda nunca ocurría porque en tiempos tan aciagos difícilmente un tren circularía por esas vías. Pronto serían las dos menos veinte y el reloj volvería a sonar anunciando la llegada de ese tren que, como siempre, sería fantasma.
En ese momento, apenas a un minuto del sonido del reloj, el rostro de Cristina cambió su semblante y recuperó algo de luz en sus apagados ojos. Se puso en pie casi con un salto, como si alguien le hubiese azuzado con un hierro candente, miró a su hermano, le cogió la mano y dijo con un leve susurro que parecía cargado de felicidad:
—Hermano, esta vez vendrá un tren… Sí, esta vez vendrá.
Su hermano la miró a los ojos sin perder en ningún momento su perpetua sonrisa, asintió con la cabeza y poco a poco se le fue acercando hasta abrazarla. En ese momento, una campana fuerte y continuada, de estridente y molesto ruido, comenzó a sonar procedente del reloj de la estación. 

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