Destino
Incierto
Capítulo 1. Quietos
como estatuas
Quietos
como estatuas. Eso fue lo último que les dijo mamá antes de marcharse a buscar
algo de ayuda. Hacía frío, mucho frío. Daba igual la cantidad de ropa que
llevasen encima, el frío era terrible. Se calaba en los huesos hasta lo más
hondo de su cuerpo, helándoles por completo el sentido y la vitalidad. Estaban
apagados. Cristina, pequeña, triste y lánguida, miraba al horizonte por donde
hacía algún tiempo que había pasado un tren viejo de carbón dejando tras de sí
su negra estela de humo. Su tez se había vuelto blanquecina poco a poco, casi
sin que ella misma se diese cuenta, y su suave piel apenas había visto la luz
del sol en los últimos meses. La guerra hacía a las personas más caseras no por
amor al hogar, sino por el miedo a las bombas. El miedo. El miedo había causado
también parte de la blancura que adornaba el rostro de la pequeña. El terror
dominaba a las personas en estos días y Cristina no era una excepción, ni mucho
menos. De naturaleza asustadiza y complexión débil, la falta de alimento, el
estrés continuado y el desasosiego le habían empujado a un estado enfermizo y
lamentable que apenas le permitía tener fuerzas para mantenerse en pie por sí
misma. Cubierta de un pequeño vestido celeste y arropada por una gabardina de
color marrón oscuro con capucha, en la pequeña Cristina no existía ningún tipo
de brillo, exceptuando, quizás, el apagado
dorado de su cabello. Sin embargo, lo más triste de la situación de la niña
era, sin duda, la luz de sus ojos: se había apagado.
Antes era una pequeña señorita de ojos verdes, vivos y brillantes, pero se
habían apagado. La luz se había extinguido de manera paulatina a medida que la
guerra y los acontecimientos seguían su curso. Ahora, ese verde era oscuro y profundo,
como un pantano en plena noche, como una selva vista desde el interior. Esos
ojos eran opacos y tristes, aunque tremendamente hermosos. Esta belleza,
oscura y apagada, era sin duda algo inquietante. Su actitud era, a su vez,
pausada y carente de intención, casi
automática y desprovista de vida. Se podría asemejar Cristina a una delicada
muñeca de porcelana, triste, serena y fría. Era una figura fantasmagórica, tan
sólo un fuerte temblor en sus manos y un continuo castañeo en sus dientes
indicaban vida en la enjuta niña.
A
su lado se hallaba su hermano Carles. Carles era, en gran medida, la
contrapartida de su hermana. Sus ojos grandes y vivos eran también de un color
verde esmeralda que relucía como el sol. Su rostro, blanco como la cal,
brillaba con luz propia, como si sus ojos se reflejasen en él. Una pequeña
sonrisa pícara asomaba desde la comisura de sus labios de manera continua, como
insinuando que siempre supo lo que estaría por venir. Sobre su pálido rostro,
dos pequeños soles apagados de color rosado adornaban sus mejillas, denotando
un cierto calor en sus venas. En su mentón, un pequeño «culito», como lo
llamaba mamá, adornaba la parte más meridional de su cara. Sobre sus ojos, un
cabello rubio y brillante como el oro coronaba la preciosa cara de Carles.
Tenía el pelo un poco desmelenado. Él
nunca se peinaba y hacía ya bastante tiempo que mamá no se acordaba de acicalar
a su hijo.
Carles
vestía otra gabardina larga de color tierra, sin duda también para cubrirse del
frío invierno. Bajo ésta, un sencillo y pequeñito traje de color gris, algo
raído por el continuo uso. El niño apenas tiritaba por el frío y su sonrisa
parecía cincelada en su rostro, ya que nunca desaparecía. Por esto, sin duda,
Carles y su hermana Cristina, a pesar de ser parecidos como dos gotas de agua,
transmitían la sensación de hallarse en dos mundos completamente distintos, y
eso les hacía parecer, en vez de hermanos iguales, seres opuestos.
Quietos
como estatuas, quietos, a excepción de por el continuo temblor y el vaho que
salía de sus bocas, se hallaban solos, completamente solos en la parada de
tren.
La
parada estaba situada al aire libre, rodeada por una enorme llanura que se
extendía a lo lejos en la que todo era gris y marrón, en mitad de la nada. No
había ningún tipo de vegetación, al menos no de un color verde vida. El
invierno estaba siendo duro, muy duro. Era bastante difícil que nada pudiese
crecer en ese suelo, pues hacía poco tiempo que había estado cubierto de hielo
y nieve. El cielo gris acompañaba al triste paisaje transmitiendo una sensación
de soledad y vacío. La parada del tren era relativamente acogedora en
comparación con el paisaje. Era de madera casi por completo, de una madera
húmeda y vieja que parecía resentida por el mal clima. De pequeña envergadura,
de unos doce metros de largo por unos tres de ancho, era relativamente alta.
Más o menos a medio metro del suelo se levantaba la pasarela principal. Esta
pasarela era casi toda la estación. A la entrada tenía unos pequeños escalones
que permitían el sencillo acceso y aunque, en teoría facilitaban el ascenso a
la estación, el hecho de que un par de ellos estuviesen carcomidos y rotos
complicaba bastante las cosas, al menos para los niños. Más adelante había una
pequeña garita. Era estrecha y estaba bastante mal cuidada. Sus paredes de
madera estaban plagadas de agujeros y rotos, y la estructura emanaba un aire de
inestabilidad. En el lateral más cercano a las vías había un pequeño ventanuco
que, seguramente, tenía alguna función referente a los billetes de los
pasajeros. Esta casucha pequeña y casi desmantelada había servido a los niños
para pasar varias de las noches que llevaban allí. Mamá les enseñó a cobijarse
en el interior, abrazados, tapando con las gabardinas la mayoría de los huecos,
para así evitar el duro frío de la noche de la mejor manera posible. Poco más
había en la estación, a excepción de los niños y un banco al fondo, donde
pasaban la mayor parte del tiempo junto a un montón de maletas que su madre les
había dejado. El banco, de madera también, se hallaba algo mejor que el resto
de la estación, debido principalmente a un pequeño techadillo de madera que lo
cubría resguardándolo en parte de la nieve y la lluvia. Por último, un reloj de
gran tamaño de metal coronaba el techadillo. Estaba oxidado y cubierto de barro
pero, aún así, funcionaba de manera milimétrica y cada veinte minutos emitía un
continuado y fuerte ruido de despertador. Avisaba de la llegada de un tren,
cosa que sin duda nunca ocurría porque en tiempos tan aciagos difícilmente un
tren circularía por esas vías. Pronto serían las dos menos veinte y el reloj
volvería a sonar anunciando la llegada de ese tren que, como siempre, sería
fantasma.
En
ese momento, apenas a un minuto del sonido del reloj, el rostro de Cristina
cambió su semblante y recuperó algo de luz en sus apagados ojos. Se puso en pie
casi con un salto, como si alguien le hubiese azuzado con un hierro candente,
miró a su hermano, le cogió la mano y dijo con un leve susurro que parecía
cargado de felicidad:
—Hermano, esta vez vendrá un tren…
Sí, esta vez vendrá.
Su
hermano la miró a los ojos sin perder en ningún momento su perpetua sonrisa,
asintió con la cabeza y poco a poco se le fue acercando hasta abrazarla. En ese
momento, una campana fuerte y continuada, de estridente y molesto ruido,
comenzó a sonar procedente del reloj de la estación.
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