viernes, 15 de junio de 2012

Capítulo 7. Atardecer




Capítulo 7. Atardecer


La noche estaba a punto de caer. Debía faltar menos de media hora para que el sol se pusiese y, aunque todo el día el cielo hubiese estado nublado, ahora que la noche se acercaba comenzaba a verse realmente poco. Los niños ya habían desatado a Ramón y, antes de que ni siquiera hubieran dicho una sola palabra más, Carles les había entregado varias telas para que preparasen la caseta, adecuándola así a tres personas en vez de a dos. Pronto terminaron y, mientras, el niño se encargó de acercarse a una escondida caja de luces situada en el lateral de uno de los raíles, la abrió y, tras trastear en ella unos segundos, una bombilla situada en el techo de la estación se encendió. Ramón, que observaba al niño, quedó sorprendido tanto de su habilidad como de que ese inhóspito paraje siguiese recibiendo corriente eléctrica. Cristina, a su vez, había abierto una de las maletas, de color verde oliva y gran tamaño. Había sacado de ella una ristra de longaniza y un enorme pedazo de chorizo. Sacó también una pequeña garrafa de agua que apenas podía levantar con las dos manos, un cuchillo bastante viejo y media hogaza de un pan que tenía poco aspecto de haber sido horneado en la última semana. En la maleta había más comida, poca ya, pero aún quedaban unas cuantas conservas, embutidos y agua para unos días más, si seguían racionándola como hasta ahora. Tras una fugaz cena en la que los niños devoraron con prisa la comida y acuciaron a Ramón a que hiciese lo mismo, recogieron las maletas y se introdujeron en la pequeña caseta apretados a más no poder. Una vez dentro y mientras corrían las cortinas, pudieron observar cómo la luz del sol se extinguía justo a tiempo: la noche había llegado.
Ramón, por fin, después de la frenética cena y la preparación para pasar la noche, y  tras unos segundos tratando de acomodarse en el pequeño espacio, preguntó con un leve tono socarrón en su voz:
—¿Por qué tanta prisa? Yo os hago caso, pero no creo que la noche sea tan peligrosa como para estar a punto de morir atragantado.
Cristina rió divertida y respondió con un tono de voz algo más bajo de lo normal, cercano al susurro:
—Mi hermano tiene miedo de la noche. Es normal, hay mucho ruido de animales y por la guerra y es difícil dormir. Pero es muy exagerado con tantas prisas —volvió a reírse con dulzura a la par que su boca se abría lentamente en un pequeño bostezo—. Yo de todas maneras tengo mucho sueño —añadió con los ojos medio entornados.
Carles buscó en su gabardina y, tras meter la mano en un par de bolsillos, sacó unas orejeras de uno de ellos y se las dio a su hermana. Ramón no se había dado cuenta entre el golpe, las prisas y el hambre, de que hacía mucho frío, mucho más que antes, mucho más que de día. «Afortunadamente siempre llevo mi propio anticongelante», pensó mientras metía la mano en un bolsillo y sacaba una pequeña petaca de la que, con gusto y ganas, dio dos buenos tragos. Cristina, que ya se había apretujado contra una esquina con las orejeras puestas y tapada con dos abrigos aparte del que llevaba puesto, no tardó más de un par de minutos en quedarse dormida.
Ramón la miró pausadamente y pensó: «pobre pequeña, tan joven, delicada y aquí sola en mitad de la nada, con una guerra rodeándole». Se compadeció de ella profundamente, hasta tal punto que se le hizo un nudo en la garganta. En ese momento reparó en el inquietante niño: «él también está solo», pensó desviando la mirada hacia el pequeño. Para su sorpresa, Carles, lejos de haberse dormido como su hermana, lo miraba fijamente a la cara sin ni siquiera pestañear. Mantuvieron las miradas el uno sobre el otro de manera casi estática y, entonces, un ruido sonó seco en el exterior. Después siguió otro, y uno más. Un lamento, o algo parecido, erizó el pelo de la nuca de Ramón haciéndole sobresaltarse y mirar a la puerta. Comenzó a ponerse nervioso mientras que un número indeterminado de pequeños ruidos provenían de fuera. Tras unos instantes en los que apenas se atrevió a pestañear, el hombre miró al niño que, imperturbable, seguía observándole. Después de unos segundos más, que parecieron eternos para él, Carles se puso de pie y le dijo con una voz tranquila y agradable como la de su hermana:
—¿Tiene usted miedo a la oscuridad, señor Ramón?



Capítulo 8. La noche


Ramón seguía sin entender lo que acababa de pasar. El pequeño Carles le había preguntado si le daba miedo la oscuridad para justo después precipitarse fuera de la garita de un salto. No lo entendía, para nada, y mucho menos escuchando lo que venía del exterior. Pasos, gritos apagados, llantos, risas ahogadas, canciones de cuna, un sinfín de inquietantes y leves sonidos que hubieran puesto la piel de gallina al más duro de los soldados. Sin embargo, el pequeño, lejos de asustarse de la oscuridad como había dicho su hermana, se había precipitado en ella. No sabía cuántos segundos o minutos habían pasado de esto, pero Ramón seguía petrificado en su mezcla de temor y sorpresa, con la mirada clavada en la tela que hacía las veces de puerta y que oscilaba levemente. Por debajo de la tela se podía vislumbrar un poco de luz proveniente de la única bombilla de la estación que se colaba tímidamente en el umbral de la caseta. Ramón se pellizcó con lentitud la mejilla y, tras hacerse un poco de daño, pestañeó diciéndose a sí mismo que todo esto era real. «Tengo que hacer algo, no puedo dejar al niño solo fuera», pensó asustado. Se puso en pie tratando de no hacer ruido y se estremeció una vez más ante el frío de la noche. Con mucho cuidado y tras echar otro vistazo a Cristina, quien seguía plácidamente dormida, levantó levemente la cortina que hacía las veces puerta por un lateral para echar un vistazo al exterior. Para su sorpresa y tranquilidad no vio nada. Tampoco se veía gran cosa ya que la pequeña y gastada bombilla alumbraba toda la tarima de la parada de tren, pero poco más. Esta bailaba suavemente en un movimiento pendular debido a una suave brisa helada que corría desde lo que Ramón creía que era el Este. Tragó saliva con dificultad y, tras calarse algo más el sombrero, dio un paso al exterior. Nada pasó, salvo otra pequeña ráfaga de aire. Miró a izquierda y a derecha con precaución, evitando hacer ningún movimiento brusco, tratando de no alertar a nada ni a nadie porque aunque no viese nada, seguía oyéndolo. Eran susurros y apagados movimientos en la oscuridad, relativamente lejos de donde se encontraba él. Pasaron unos interminables segundos y nada ocurrió, lo cual le tranquilizó y le dio ánimos. «Animalillos nocturnos», se dijo para sí, a la par que avanzaba hasta el centro de la luz a unos pasos  de la garita. Los ojos de Ramón se abrieron de par en par al llegar allí. En el suelo, un sobre de color hueso llamó inmediatamente su atención. Se agachó a cogerlo con sumo cuidado y sin descuidar la oscuridad que le rodeaba. Estaba relativamente caliente para el frío entorno, como si alguien lo acabase de dejar ahí. Un ruido lejano llamo su atención. «Dios mío, dime que eso no era una risa», se dijo para sí mismo. Estaba temblando y no por el frío. Acababa de escuchar una risa aguda. «Ojala sea el niño», volvió a decirse. Se había tensado desde el pie hasta la punta del flequillo. Miró en dirección al lugar desde donde provenía el ruido y no vio nada. Ramón había tenido suficientes golpes de adrenalina, y repitiéndose una y otra vez lo absurdo de todo giró sus pasos y se dirigió a la garita. Antes de entrar paró en la puerta y con una voz leve comenzó a llamar a Carles. Lo intentó una decena de veces y la única respuesta fue un inquietante ruido cada vez. No entendía nada, ni siquiera estaba seguro de estar despierto tras semejante cadena de sucesos paranormales, así que entró y se sentó tratando de buscar una explicación. Cristina seguía allí dormida y, para su sorpresa, Carles también. Se rascó la cabeza con incredulidad y dio un par de tragos más a su petaca. Ya no temblaba, al menos de miedo. Le dolía un poco la cabeza y los susurros y ruidos parecían haber cesado. Tomó un trago más. A la petaca de ron le quedaba poca sustancia. «Eso es malo», pensó, y añadió para sí: «muy malo». Sus ojos se fueron nublando lentamente. Tenía frío, aunque mucho menos que hace unos minutos, y eso, junto con un último trago, llevó a Ramón a un agradecido sueño.

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