Capitulo
5 "Destino Incierto". No te fíes de un desconocido
—Mamá
dijo que no nos fiásemos de nadie —dijo Carles de manera sentenciosa.
Se
hallaba de pie, erguido sobre el derrumbado cuerpo del hombre. En su mano
sostenía aún uno de los cabos de la cuerda con la que lo había atado. Tiraba fuertemente
de él, asegurando que los nudos que él mismo había hecho resistieran a
cualquier intento de desatarse de su cautivo.
Cristina
lo miraba con cierto interés, pero sobretodo con preocupación. En más de una
ocasión le había dicho a su hermano que no tirase tan fuerte o le haría daño al
pobre hombre. La pequeña miraba la herida que su hermano le había hecho en la
cabeza al desvanecido señor. Limpiaba la sangre seca que se apelmazaba en su
pelo con un poco de agua y un pañuelo blanco que su madre le dio antes de salir
de casa. El pañuelo ahora estaba teñido de rojo oscuro, pero poco a poco la
herida fue teniendo un mejor aspecto.
Tras
un rato atando Carles, y limpiando y curando Cristina, el niño pareció haber
terminado. Había atado las manos y las piernas del hombre con un sólido e
impecable nudo, digno de un marinero avezado. El niño tenía tanta práctica
gracias a un antiguo vecino llamado Paul, que casualmente era marinero y que,
aunque fuera un hombre mayor, siempre que estaba en Barcelona jugaba mucho con
los niños de su barrio, la Barceloneta. Carles había aprendido bien, muy
bien, como siempre que aprendía algo.
Mientras
trastocaban al inconsciente señor, poco a poco la mirada de Cristina fue
recuperando la vida. El brillo en sus ojos volvió sin que ella se diese cuenta,
pero Carles sí lo percibió. Mientras terminaba de asegurar todos los nudos, se
había fijado en el interés y premura con que su hermana trataba al desconocido,
y esto le alegró. Y le alegró aún más verla sonreír y mirarlo con dulzura como
Cristina siempre miró. Carles asintió para sí mismo, y sonrió con plena
sinceridad. Su hermana era feliz de nuevo, y si eso y este hombre no
constituían una señal, entonces, nada lo era.
Al
terminar, Carles se incorporó y, tras un rápido último vistazo a su presa, miró
a su hermana y dijo con una voz dulce y melodiosa:
—Hermanita,
ahora podrás hablar con él todo lo que quieras, pero bajo ningún concepto lo
desates. Yo voy a coger algo de cena.
Dicho
esto, Carles se acercó a una de las maletas que tenían en la garita. Era la
maleta más grande, prácticamente de la misma altura que el niño y de un
profundo color rojo oscuro. Tras abrirla removió un poco en su interior y
rápidamente sacó una pequeña y desgastada pala. Después miró por última vez a
su hermana y al hombre y se alejó lentamente de la pequeña estación
encaminándose a un disimulado grupo de piedras situadas a unos doscientos
metros de allí.
Cristina
siguió todo el rato con la vista a su hermano mientras este cogía la pala que
días atrás él mismo había guardado en el interior de la maleta. La pala era lo
único útil que habían encontrado en la estación y precisamente por ello su
hermano había insistido tanto en guardarla. Tuvieron que romper un pequeño
trozo del palo pero cupo con facilidad en la maleta roja, herencia de la
abuela. Cristina estaba de acuerdo casi siempre con su hermano, pues Carles era
muy listo y hábil. Estuvo de acuerdo con esperar a mamá en la estación, estuvo
de acuerdo con guardar la pala y con dosificar la poca comida y bebida que
tenían, pero no estaba nada de acuerdo en golpear y atar a la única persona que
habían visto en días. Así que cuando su hermano golpeó y dejó inconsciente al
hombre, Cristina corrió a detenerle y pedirle que le dejase hablar con él.
Carles
era listo, muy listo, lo suficientemente inteligente como para saber que su
hermana era extraordinariamente intuitiva, y cuando ésta le pidió hablar con el
hombre por la sencilla razón de que «le parecía una buena persona», Carles, sin
apenas dudarlo, le dijo que sí. Aun así, para asegurarse, Carles decidió atarlo
antes de que su hermana se quedase a solas con él. Cogió una cuerda que les
servía para mantener sus maletas unidas entre sí y lo ató antes de que
despertase. Ahora estaba cavando en pos de algo de cena, unas lombrices tal
vez, para ellos y para el nuevo e inesperado invitado, pero a pesar de estar a
doscientos metros no quitaba ojo de lo que hacía Cristina.
La
pequeña, con dulzura, comenzó a agitar suavemente al inconsciente hombre,
mientras pensaba qué le diría. El hombre, tras unos cuantos bamboleos algo
suaves y un par de ellos no tanto, comenzó a recobrar la consciencia. Abrió un
ojo, luego otro y trató de estirarse sin mucho éxito, dándose inmediatamente
cuenta de que debía de estar atado. En sus ojos mostró un atisbo de terror, y
antes que abriese la boca, la pequeña Cristina apoyó la mano en su cara. El
hombre, aún sin decir nada, vio la cara de la pequeña y su terror se convirtió
poco a poco en sorpresa. Con los ojos como platos miraba a la niña, sin llegar
a entender qué pasaba. Entonces, Cristina dijo con una preciosa y timbrada voz:
—No
se preocupe señor, mi hermano Carles es algo rudo, pero lo hace por mi bien. Yo
soy Cristina y aquel es mi hermano, venimos de Barcelona y estamos esperando a
nuestra madre.
El
hombre abrió los ojos aún más, sorprendido ante la cordialidad de la pequeña.
Miró desesperado a su alrededor una y otra vez, devolviendo siempre su atención
a la niña. Cristina esbozó una pequeña sonrisa al ver a un hombre mayor tan
desconcertado y asustado, apoyó de nuevo su mano en él y le dijo:
—No
se preocupe, no va a pasarle nada, pero mi hermano dice que no puedo soltarlo
hasta que no hayamos hablado y me fíe de usted. Así que, por favor, señor,
¿podría decirme cómo se llama?
Capítulo
6 "Destino Incierto". Secuestro
«Sin
duda debo seguir inconsciente», pensó, mientras una bonita niña lo miraba y le
decía no sé qué de su hermano. Aún le dolía la cabeza del golpe que un niño
rubio y extraño le había propinado, dolor que poco a poco despejó de su cabeza
la idea de hallarse aún inconsciente. «Su hermano» acababa de decir la niña.
«El hermano de la niña debió ser quien me propinó el golpe», volvió a pensar
Ramón. La niña le hablaba, pero no podía prestarle ni la más mínima atención,
pues seguía bastante aturdido por el golpe y terriblemente sorprendido por el
hecho de estar atado en el suelo. La pequeña captora preguntó algo, pero Ramón
no pareció percatarse. Volvió a preguntar y esta vez la oyó, pero seguía
absorto en su nerviosismo. Miró a los lados en busca del niño, pero no lo
encontró. En ese momento, la niña cogió con sus diminutas manos ambas mejillas
de Ramón y le obligó a mirarla. Él se puso nervioso y, tras un par de sacudidas
violentas con el cuello y un par de gemidos por el esfuerzo de tratar de
soltarse, se serenó. La niña pareció darse cuenta de que su prisionero se había
calmado un poco y volvió a preguntar con voz dulce y pausada:
—¿Cómo
se llama, señor?
Ramón
la escuchó claramente y, tras sopesar rápidamente la situación y no entenderla
en absoluto, decidió que lo mejor era hacer caso a sus captores por muy niños
que fueran y por muy absurda que fuese la situación.
—Mi
nombre es Ramón —dijo con voz pausada
y seria, tratando de mostrar entereza.
—Encantada
Ramón, yo soy Cristina. Y ese es mi hermano Carles. Estamos esperando a nuestra
mamá —dijo la pequeña con una sonrisa dibujada en su rostro—. Y no tiene por
qué tener miedo, no le haré nada —dijo
de nuevo, transmitiendo una seguridad y bondad que él notó de inmediato y que,
en parte, le tranquilizaron—. ¿Le duele mucho la herida, señor Ramón? —dijo una
vez más la pequeña.
Algo
más calmado, Ramón miró a la pequeña y respondió con sinceridad:
—No
demasiado, pero he estado en lugares más acogedores que este —dijo con un tono
de frustración en su voz, mientras miraba sus ataduras.
Cristina
no era rápida para los sarcasmos, así que tardó unos segundos en darse cuenta
de que el hombre se refería a su condición de estar atado.
—No
puedo soltarle, no al menos hasta que usted me prometa que no le hará nada a mi
hermano —dijo con un leve tono de
sermón—. Ya sé que es usted un buen hombre. Se nota, al menos yo lo noto, pero
está usted enfadado y eso no es bueno —continuó
la pequeña con su sermón—, así que cuando usted se tranquilice, volveré a
preguntarle a mi hermano y le soltaré —concluyó Cristina.
Una
vez más se sintió seguro ante esa niña y poco a poco comenzó a serenarse por
completo, tras unos instantes en los que la pequeña no le quitó ojo de encima,
Ramón se relajó definitivamente y le dijo con serenidad y sinceridad:
—Ya
estoy mejor. No os voy a hacer daño. Aunque tu hermano se merece un buen tirón
de orejas y unos azotes por el golpe que me ha dado, no haré nada de eso.
Cristina
sonrió una vez más y, tras escudriñar el rostro del hombre con detenimiento,
asintió.
—Le
creo, y aunque es verdad que mi hermano es algo travieso, sólo le ha golpeado
para protegerme —dijo con una voz afable y sincera—. Le soltaré y así podremos
cenar y escondernos, que pronto será de noche y mamá no llegará hoy.
Tras
decir esto, la niña se incorporó por completo de su posición de rodillas junto
al hombre y con un grito llamó a su hermano.
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