Capítulo
3 "Destino Incierto". Ramón
Alguien
estaba dando voces fuera de la garita. Tenía razón, Cristina, estaba en lo
cierto. Tras sonar el primer timbre del reloj y antes de ni siquiera saber si
un tren vendría o no, los niños, movidos por el presentimiento de la pequeña,
habían cogido las maletas y se habían escondido dentro de la diminuta caseta a
la espera de que el tren pasase y alguien viniese en su interior. Y era cierto,
esta vez era cierto. Carles no era un joven que creyese en la intuición, pero
sin duda su hermana había acertado de pleno. Del tren había bajado un hombre
algo robusto y de estatura media completamente embozado por una gabardina y un
sombrero. Un pequeño soplo de aire que casi le quita el sombrero al individuo
le había permitido a Carles, quien miraba a través de una rendija, ver un
rostro de facciones angulosas y cansadas. Tenía unos hundidos ojos de color
negro enmarcados por unas ojeras de un intenso marrón oscuro. Una afilada y
larga nariz nacía del interior de dos prominentes y pobladas cejas. Bajo la
nariz y casi sin espacio entre esta y el labio superior, se encontraba su boca.
Esta se hallaba crispada en un gesto que mezclaba asco e incredulidad, y dejaba
entrever levemente unos dientes pequeños y amarillentos que, sin duda, debían
ser propios de un fumador o bebedor empedernido. La barbilla fina y marcada
acababa en pico su cara, dándole a su rostro un ligero aspecto de ave. Su
cuerpo, por el contrario, alejado de lo anguloso de su rostro, y aunque se
hallase cubierto por la gabardina, tenía una clara forma esférica, dejando
claro que el hambre de la guerra no era una de las penurias que este hombre
había pasado. Sin embargo, una pequeña sombra de barba en su cara, las ojeras y
lo sucio y desaliñado de su vestuario y aspecto, denotaban una situación
relativamente precaria en él. El tren comenzó a andar, y el hombre,
sorprendido, se giró tras él comenzando una ridícula persecución a la pata coja
que hizo sonreír ampliamente a Carles. Cristina, ante la sonrisa de su hermano,
no lo dudó un segundo más y, escondida como estaba tras una maleta de color
rojo oscuro, saltó de su escondite y ocupó con su ojo un lugar en otra
apertura. Justo en ese momento el individuo renqueante tropezó y cayó de bruces
al suelo. Alguien estaba dando voces fuera de la garita, pero dentro, unas
risas trataban de serenarse.
Capítulo
4 "Destino Incierto". Carles y Cristina
Risas.
Debía estar alucinando por el golpe, pero Ramón estaba seguro de haber
escuchado risas. Desde su incómoda postura, boca abajo sobre las vías, Ramón
giró sobre sí mismo, incorporándose parcialmente y echando un rápido vistazo en
dirección a la parada de tren. No vio a nadie. Sus ojos escudriñaron el
horizonte tratando encontrar a alguien para justificar lo que acababa de oír,
pero tras casi un par de minutos oteando sin encontrar nada desistió y asumió
que el hambre podía estar causando ese efecto. Se incorporó lentamente y con
dificultad tratando de no descargar peso sobre su dolorida rodilla. Tras
levantarse por completo, reajustó su traje y se limpió con unos golpecitos la
gabardina. Su sombrero había caído a un par de pasos de él y, tras un par de
ráfagas de aire inoportunas que le habían hecho agacharse otro par de veces, lo
había vuelto a colocar en su cabeza ciñéndolo hasta su picuda nariz. Tras
haberse recompuesto por completo, Ramón dirigió sus pasos en dirección a la
insignificante estación de tren. Rápidamente comprobó que estaba en pésimas
condiciones, y que «vacía», era una
buena definición del estado del lugar. Tan sólo un banco con restos de papel y
pan y una garita por donde parecía asomar una maleta llamaban su atención.
Quizás las risas proviniesen de alguien que se encontraba dentro. «Ojalá no sea
un rojo», pensó Ramón. Él no tenía una animadversión especial hacia ningún
bando, los odiaba a los dos por igual. Pero él era de Zaragoza y los
republicanos la habían bombardeado hacía tan solo unos meses atrás. Era una
tontería pero tendría que andarse con cuidado con lo que decía. Avanzó despacio
hacía la tela que cubría la puertezuela de la garita, tratando de no hacer
mucho ruido con su cojera sobre la crujiente madera. Se encontraba ya a tan
sólo unos cinco pasos de ésta cuando, de repente, escuchó un ruido en el
interior. Ramón echó mano al interior de la gabardina tratando de simular que
tenía una pistola, se puso rígido y dijo con voz ronca y relativamente firme:
—¡Hola…!
¡No quiero problemas…! ¡Hola…!
Avanzó
un par de pasos más sin quitar un ojo de la tela y alertado ante cualquier
cosa. En ese momento la tela se movió, Ramón sacó la mano de la gabardina y se
preparó para cubrirse. Un golpe seco y punzante se encendió en su rodilla mala.
Cayó inmediatamente al suelo de la pasarela mientras emitía un profundo gemido
de dolor. Ante sus ojos, ahora sí a su altura, un niño rubio con una
perturbadora sonrisa lo miraba fijamente a los ojos mientras sujetaba un palo
con las dos manos. Ramón extendió el brazo en dirección al niño mientras abría
la boca para decirle que parase. El niño, mucho más rápido de lo que Ramón
hubiera imaginado, descargó el madero que empuñaba sobre su cabeza. Ramón, esta
vez sin ganas, volvió a sumirse en un profundo y poco placentero sueño.
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