Capítulo
11. El mensaje
Carles y Ramón estaban
tardando mucho. Ya casi habían pasado cinco minutos. Cristina se puso muy
nerviosa al ver aparecer el tren a lo lejos. Poniéndose en pie de un salto, se
asomó a ver qué hacían el periodista y Carles, y los vio junto a una figura que
estaba en el suelo. Sintió deseos de acercarse, pero a ella le gustaba ser
obediente y se serenó quedándose donde estaba. Las figuras oscuras que corrían
estaban ya muy cerca de ellos y, sin duda, no eran amistosos, ya que cada vez
parecían correr más. «No creo que sean buenos», pensó con mucho terror
Cristina. El tren tomó la última curva para llegar a la parada y comenzó a
ralentizar poco a poco su marcha. Cristina no estaba segura pero juraría que el
tren, que venía de la dirección en la que se encontraban las figuras, había
pasado por encima de alguna de ellas. «Tardan mucho y los van a coger esas
sombras», pensó, «debo avisarles»:
―¡Carles! ¡Señor Ramón!
¡Venid, por favor!
No estaba segura de que
le hubiesen oído, estaban un poco lejos y su voz era muy floja debido al miedo
y a lo débil que se encontraba. Fue a gritar de nuevo empleando todas las
fuerzas que le quedaban, pero antes de lanzar la voz, un timbre, el segundo
aviso, resonó por toda la estación de forma estridente. Ramón y Carles se
pusieron en pie y comenzaron a correr de vuelta. Las figuras estaban apenas a
un par de minutos como mucho de distancia y no paraban de acelerar. Ahora sí
estaba segura, el tren atropellaba a algunas de esas personas raras porque ni
si quiera se apartaban de su camino. «Son monstruos» pensó la niña. Corrían de
una manera que a la pequeña Cristina le recordaba más a un animal que a una
persona, pues, a pesar de ir sobre las piernas, parecían todos muy encorvados
y, aunque ahora hubiese luz, seguían siendo como sombras. Un escalofrío
recorrió la espalda de la niña que inmediatamente se dijo a sí misma que eso no
era bueno, que eran monstruos de verdad. El tren comenzó a parar y ella
introdujo rápidamente las maletas. Mientras introducía la última, vio como las
primeras figuras estaban alcanzando a Ramón y a su hermano, que estaban
llegando a la parada de tren. El tercer timbre del tren sonó más fuerte que los
anteriores asustando a la niña de nuevo. Su hermano y Ramón habían desaparecido
entre la primera fila de esos seres.
Capítulo
12. Un pequeño héroe
―Una rosa en el
infierno no es luz suficiente. La oscuridad se acerca. Salvaos, Ramón y Carles.
Aquel hombre moribundo
había dicho exactamente eso. Ramón no lo entendía, pero le daba igual. Sabía su
nombre y eso era muy perturbador. Además, el hombre tenía una extraña mancha
cubriendo la mitad de su cuerpo, una mancha negra y purulenta que emitía un
hedor a podrido y que se movía lentamente por su cuerpo. En cuanto la vieron,
Ramón y Carles tuvieron cuidado de no tocar al hombre, y mucho menos su mancha.
Además, apenas tuvieron tiempo ya que el hombre, tras unos instantes mirándolos
con ojos ausentes, había soltado semejante cosa. «Sabía mi nombre», se decía
Ramón aun perturbado por el momento mientras se había dado la vuelta con el
niño para echar a correr.
Las figuras estaban
mucho más cerca, corrían mucho y les pisaban los talones, pero la parada estaba
también muy cerca y el tren había llegado. El tercer timbre del reloj que
anunciaba la llegada del tren y su pronta partida acababa de sonar y tenían que
darse prisa, así que aceleraron un poco más. Carles comenzó a subir a la
pasarela y Ramón lo siguió. Sin embargo, Ramón no sabía que uno de los
escalones o varios estaban rotos o en mal estado y, aunque al bajar no cedió
ninguno, al subir, uno se rompió bajo su pie. El periodista tropezó y cayó de
bruces contra el borde de la pasarela rompiéndose un diente y haciéndose mucho
daño. Carles lo vio y paró para ayudarlo. En ese momento, los dos se dieron
cuenta de que las figuras que corrían estaban a su lado. Eran personas de color
negro como el carbón y con los ropajes raidos. Sus ojos eran de color blanco
sin iris y plagados de venas rojas que trasmitían la sensación de ira. De sus
bocas asomaban hilachos de baba de color amarillento que caían sobre el suelo.
Sus cuerpos se hallaban encorvados y tensionados. Ramón se incorporó al tiempo
que una de las figuras saltó agarrando su pantalón. Carles dio un rápido
puntapié en la cara de esa figura a la vez que esquivaba el abrazo de otra de
ellas. Ramón tiró de su pierna hacia arriba de la pasarela, al tiempo que la
patada de Carles alcanzaba el objetivo, y consiguió soltarse perdiendo un trozo
de tela de su pantalón. Subieron a la pasarela sin mirar atrás y, esquivando un
par de figuras más, lograron entrar en el tren. Este comenzó a moverse
lentamente al entrar ellos. Cristina, a su vez, se escondió bajo uno de los
asientos muy asustada. Ramón, que había tropezado al entrar, se encontraba de
rodillas en el suelo y la mano de una de esas figuras le agarró del cuello de
la gabardina tratando de tirar de él para fuera. El tren aún andaba muy
despacio y varias de esas figuras se habían agarrado a la puerta, mientras que
otras tantas corrían por fuera persiguiéndolo.. Otra figura más agarró a Ramón
por el pantalón esta vez y comenzó a tirar de él. El periodista trataba de
agarrarse a las paredes del tren, pero esas figuras le agarraban con demasiada
fuerza. El tren iba ganando velocidad, pero él se encontraba con medio cuerpo
fuera del vagón y no creía poder hacer nada para zafarse de las figuras, por
más patadas que les lanzase. Ramón pensó tristemente que, al menos, los niños estarían
a salvo, y sentía mucho no poder protegerlos. Lanzó un par de patadas más a la
desesperada al tiempo que su mano soltaba la pared del tren sin fuerzas para
agarrarse más. Estaba a punto de caer fuera cuando, de repente, escuchó cerca
de su oído:
―Cuide de mi hermana
como prometió, señor Ramón.
Carles, empuñando la
pala que él mismo había reparado, saltó sobre las dos figuras derribándolas y
cayendo los tres fuera del tren. Ramón estaba libre y el tren iba lo
suficientemente rápido como para que las figuras no lo alcanzasen, pero Carles
había saltado. Ramón buscó desesperadamente una manera de parar el tren, pero
no la encontró. Entonces, se preparó para saltar en su búsqueda, tomó algo de
carrerilla y, cuando se disponía a saltar, vio a la pequeña Cristina sola,
agazapada bajo un asiento y triste, por lo que se detuvo. Cristina estaba
asustada y Ramón también. La niña lo miró con lágrimas en los ojos y le dijo
con una tranquilidad que trataba de esconder miedo:
―Mi hermano estará
bien, mamá siempre decía que sabe cuidarse muy bien solo.
En los ojos de Ramón
brotaron lágrimas. No sabía qué hacer, no sabía qué decirle a la pequeña.
―¡Ojalá su hermano
estuviese bien! ¡Ojalá fuese cierto! ―imploró al cielo Ramón.
Sin embargo, el
periodista no encontraba consuelo y comenzó a llorar abiertamente. No quería
asustar más a la pequeña, no quería llorar delante de ella, pero no podía
controlar esa sensación de impotencia. Las lágrimas cubrieron sus mejillas y
comenzaron a caerle por la barbilla. Seguía asustado, sin duda, pero ya había
olvidado el terror y daría lo que fuera por haber saltado él en vez del pequeño
héroe. Un nudo en la garganta le hizo suspirar y en ese momento sintió una
pequeña mano en el hombro. Era Cristina, quien le miraba con una sonrisa algo
forzada y los ojos mojados por las lágrimas:
―Señor Ramón, no llore,
mi hermano estará bien ―dijo con leve convicción la niña.
La mano de la niña le
transmitió a Ramón un leve atisbo de tranquilidad y, mientras rebuscaba en su
gabardina la petaca, le dijo:
―Encontraremos a tu
hermano y estará bien, te lo prometo. Y esta vez lo cumpliré.
En ese momento, sacó la
petaca y un papel cayó desde el mismo bolsillo en el que la alojaba. Ramón miró
a Cristina y ella lo miro a él. Pasaron unos segundos de silencio, sólo
interrumpidos por el traqueteo del tren, que se dirigía a Naraca a un ritmo
continuo y rápido. Ramón tomó el papel del suelo y lo abrió:
«CUIDE DE MI HERMANA, SEÑOR RAMÓN.
VOY A BUSCAR UNA ROSA EN LA OSCURIDAD. EL CAMINO TERMINA EN MONTESQUIU. ALLÍ
NOS VEREMOS.»
Ramón tomó un trago de
su petaca. El alcohol entró en contacto con la herida aún sangrante que ocupaba
el lugar donde hace poco estaba su diente. Esto le hizo sentir algo de dolor y
escozor, pero apenas lo notó, pues seguía profundamente anonadado. Dio un nuevo
trago, quizá el último que quedaba en la petaca, tratando de encontrarse a sí
mismo, y miró de nuevo el papel, a la par que un atisbo de esperanza nacía en
su interior.
―O quizás sea él el que
nos encuentre a nosotros ―dijo mientras miraba a la niña.
Cristina le miró y,
tras unos segundos más leyendo el papel a duras penas, le dijo:
―Mi hermano ha ido a
buscar a Mamá”.
FIN
DEL PRIMER VOLUMEN
Epílogo.
Una Rosa en la oscuridad
«“Quietos como
estatuas”. ¿Cómo es posible que esas fueran las últimas palabras que les dije a
mis pequeños?», se preguntaba Rosa con un nudo en la garganta y los ojos
irritados de tanto llorar. Hacía más de una semana que se había marchado a
buscar ayuda y había dejado a los niños en una parada de tren en mitad de la
nada. Debían encontrarse muy solos y, lo que es peor, aún estarían esperándola
y pronto se les gastaría la poca comida que pudieron llevar consigo al huir de
Barcelona.
La guerra era
inminente, no sólo en su ciudad sino en toda España, en algunos lugares incluso
ya habían empezado los conflictos y los bombardeos. No era raro descubrir de la
noche a la mañana que alguien había desaparecido o incluso había muerto por
pensar de una manera o de otra.
Rosa era totalmente
apolítica. Sin embargo, era una persona muy católica de arraigadas costumbres
eclesiásticas y eso, en tiempos de odio, podía ser malinterpretado por
cualquiera. Su marido se marchó de casa un par de años atrás, casi sin decir
nada, sin explicar ni adónde ni por qué. Tan sólo había cogido una vieja
escopeta de caza y había salido por la puerta una mañana, sin ni tan siquiera
mirar atrás. Ella estaba sola, muy sola, y aún era muy joven, tan sólo 28
primaveras habían pasado por sus venas, y cargar con dos hijos, casi sin
dinero, había sido la prueba más dura a la que hubo de enfrentarse.
Afortunadamente, aún le quedaba una hermana, María, quien siempre estuvo a su
lado y que, tras la marcha de su marido, le había ayudado a conseguir un
trabajo en la lonja limpiando pescado.
Pero la guerra se
acercaba y pronto la gente dejó atrás su convivencia para pasar a tener miedo
de todos, incluso de su vecino más cercano, y eso mismo ocurrió con Rosa. Se
rumoreaba en su barrio, la Barceloneta, que el marido de Rosa era militar y
había partido hacia Sevilla, ciudad que Franco y Queipo de Llano habían tomado,
para unirse a las filas nacionales. A Rosa, ese hecho le importaba un bledo
mientras su marido, al que sin duda guardaba un poco de rencor por haberse
marchado, estuviese sano y salvo, pero la mayoría de sus vecinos veían a los
nacionales como el enemigo y si su marido era uno de ellos, Rosa también lo era
a sus ojos. Rosa recordaba nítidamente cómo su hermana la había despertado una
noche a altas horas de la madrugada para advertirle de que algunos de sus
vecinos estaban pensando cosas terribles sobre ella y debía marcharse cuanto
antes. Poco después, Rosa, con lo poco que tenía ahorrado invertido en unos
billetes de tren y con sus hijos bajo el brazo, compró víveres para algo más de
una semana preparándose para tomar un tren que la llevase a su pueblo natal,
Tremp.
Tremp era un pequeño
pueblito del pirineo lleidatá, donde
quizá la situación estuviese algo más calmada y, sobre todo, donde aún vivía su
madre en una pequeña casita. Pero la guerra avanzaba rápido y, tras lograr
tomar un tren con dirección a Francia desde la abarrotadísima estación de
França, en Barcelona, su viaje continuó poco más. Al parecer, la frontera de
Francia estaba a punto de ser cerrada por los propios franceses para no
interferir en el conflicto que estaba surgiendo en España. Para más inri, no
eran pocos los rumores que informaban de cortes en las vías de tren por
miembros de grupos armados reclutando gente para combatir el avance nacional.
Todo era cierto. Cuando apenas habían comenzado su viaje y tan sólo se
encontraban cerca de la ciudad de Cervera, el tren había sido detenido por un
grupo de campesinos armados con rifles. Habían tapado con rocas las vías del
tren para después obligar a la gente a bajar y, en algunos casos, entregar las
pocas cosas de valor que tenían. Rosa no tuvo ese problema, pues sólo llevaba
encima un objeto de valor, un anillo de plata con un zafiro diminuto que había
sido el único regalo de su marido durante su noviazgo. Tras varios días
esperando en mitad de la nada y alimentándose del pescado cocido en sal y de
algunos de los embutidos que llevaban consigo, por fin los campesinos retiraron
las rocas y un nuevo tren pasó por allí. El tren, curiosamente, se dirigía
hacia la misma dirección que ella quería seguir y, aunque quizás no fuese a
Tremp, seguro que la dejaría más cerca. Rosa y sus niños subieron al tren,
cargando tras de sí un gran número de maletas de diversos tamaños.
El tren partió y, para
sorpresa de Rosa, estaba vacío, totalmente vacío. Aunque no entendía algo como
esto, pensó que, probablemente, fuera el
comienzo de su ruta y que al llegar a la primera estación se llenaría de gente
huyendo de la guerra. Pero su sorpresa no pudo ser mayor cuando, tras un par de
horas de viaje en el que le pareció pasar varias veces por el mismo sitio,
llegó a una parada diminuta en mitad de la nada, donde el tren se había
detenido y, además, parecía que definitivamente. Rosa se extrañó aún más de
todo cuando, tras casi veinte minutos parados allí sin señales de nadie ni de
nada, se dirigió a la cabina del conductor y vio que estaba completamente
vacía. Rosa asumió que no había nadie y que el tren no partiría tras varias
horas de absurda espera.
Madre e hijos pasaron
la noche allí, adaptando el lugar de la mejor manera posible para poder dormir
los tres en una pequeña garita que coronaba la parada y, así, resguardarse del
terrible frío que empezaba a hacer.
La noche terminó y, al
amanecer, el tren se había marchado. Rosa no entendía nada. Angustiada, rezaba
cada cierto tiempo por sus pequeños y por el mal estado en el que empezaban a
encontrarse debido al frío y al esfuerzo. Además, la comida no duraría para los
tres más de una semana por mucho que la racionasen. Transcurrieron dos días y
la situación no varió ni un ápice, excepto por el creciente frío que cada día
caía sobre ellos con más fuerza. Ningún otro tren había pasado y Rosa tomó una
determinación: les dijo a sus hijos que la esperasen allí «Quietos como
estatuas» hasta que ella volviese. Llevaría comida para tres días de manera muy
racionada y dejaría comida a sus hijos para tal vez una semana. Seguiría las
vías del tren por el camino que habían venido y trataría de llegar al último
pueblo que había visto desde la ventana del tren. Este pueblo no debía de estar
a más de unos treinta o cuarenta kilómetros, y Rosa estaba segura de poder
llegar allí para buscar ayuda, así que emprendió su camino, y aunque dejar a
dos niños solos era una irresponsabilidad, en este caso creía firmemente en que
su hijo, astuto como un zorro y muy hábil desde pequeño, sería capaz de
proteger a su hermanita de casi cualquier peligro. Lo único a lo que temía de
verdad era a las armas de la guerra y confiaba en que, por muy monstruosas que
volviese la guerra a las personas, no habrían llegado al extremo de matar a
niños desamparados.
Rosa anduvo durante todo el día hasta que,
tras muchos kilómetros recorridos, la noche había caído y ella se dispuso a
preparar un pequeño saco de dormir con diferentes prendas de ropa entrelazadas.
No notó el terrible frío. Tampoco notó que, al acostarse, unos extraños ruidos
se despertaban. Ni siquiera notó cómo las sombras crecían a su alrededor aunque
fuera de noche. Pero, desde luego, sí que pudo sentir cómo la oscuridad, lo que
parecían una decena de manos de sombras, la habían agarrado y zarandeado de
manera violenta, despertándola con un gran sobresalto, a lo que,
inmediatamente, había seguido un fuerte golpe en la cara que la había devuelto
a la oscuridad del sueño.
No recordaba cuánto
tiempo estuvo inconsciente. Lo único que recordaba, hacía ya unos cuatro días,
era estar en este sitio, una prisión húmeda, muy húmeda, sin ventanas, con tan
sólo una puerta de metal sin abertura y con muros de piedra por donde se
filtraba agua salada. Cuatro días en esa celda y no había visto nada ni a
nadie. Durante el día, tan sólo el ruido del mar rompiendo en algún lugar
cercano la acompañaba. Sin embargo, cada noche, un sinfín de agónicos y
desgarradores gritos resonaban terriblemente fuertes y claros desde todas
partes. No sólo se escuchaban lamentos y gritos, sino también susurros e
incluso, en alguna ocasión, frases sueltas que parecían incluir su nombre.
Tenía hambre, frío y sed, pero lo más terrible pasaba por su cabeza al recordar
que sus hijos, Carles y Cristina, estarían solos y aún esperándola. «Ojalá Dios
cuide de vosotros por mí», pensaba cada cierto tiempo, a la par que rezaba
porque todo esto pasase. La situación era muy extraña y, sin duda, la falta de
alimento y agua le estaba afectando. No obstante, había una cosa que la
perturbaba aún más, más incluso que el hecho de que sus hijos estuviesen solos,
más incluso que los extraños gritos que retumbaban en su prisión por la noche o
el hecho de que nadie hubiese pasado por ahí en cuatro días: era algo escrito
en la pared que a duras penas se veía durante el día gracias a una pequeña
rendija en el muro. En letras grandes, escrito a mano y, empleando algo que
terriblemente parecía ser sangre, se podía leer:
«LA MUERTE ES
SÓLO EL PRINCIPIO»
FIN