miércoles, 3 de febrero de 2016

Sin saber sus nombres




Sin saber sus nombres



En su nombre,
las cosas,
encuentran su sentido.
No es mesa si no la llamamos como tal,
ni silla,
silla es.
Por eso a uno de cada mil niños muertos,
con la cara enterrada en la arena,
o en el fango de una guerra,
nos gusta ponerle nombre.
Y lo llamamos Aylan por no llamarnos miserables.
Y lo llamamos Samuel por no llamarnos monstruos,
y la llamamos Shimah para concienciarnos de que seguimos siendo humanos.
Porque tras el escudo de un nombre,
un monstruo puede ser solo un enfermo,
o unos asesinos una minoría social,
o una mayoría en el poder.
En el sentido de cada nombre,
a cada cosa,
encontramos el sosiego.
Es por ello,
sólo por ello,
por ese sosiego,
que buscamos nombrar a lo innombrable;
como decir guerra,
y no llenarnos la boca de sangre y ceniza;
como decir hambre,
y no regurgitar nuestros pulmones.
como decir muerte y llamarla Aylan.
Y en la incertidumbre de la ausencia de nombre,
nos escudamos en números.
Nos encanta llamar Samuel o Shimah al primero,
para llamar Dos al segundo.
Pues no da pena si son mil,
la pena está en que tenga nombre.
Lloramos a los que conocemos,
pero en otras playas,
en otros fangos y,
en otras guerras,
en otros mares ahogados,
mueren cientos que no lloramos.
Y se van,
para siempre,
sin que nos importe,
sin que los recordemos,
y sin ni siquiera,
saber sus nombres.

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