Sin saber sus nombres
En su nombre,
las cosas,
encuentran su sentido.
No es mesa si no la llamamos como tal,
ni silla,
silla es.
Por eso a uno de cada mil niños muertos,
con la cara enterrada en la arena,
o en el fango de una guerra,
nos gusta ponerle nombre.
Y lo llamamos Aylan por no llamarnos miserables.
Y lo llamamos Samuel por no llamarnos monstruos,
y la llamamos Shimah para concienciarnos de que
seguimos siendo humanos.
Porque tras el escudo de un nombre,
un monstruo puede ser solo un enfermo,
o unos asesinos una minoría social,
o una mayoría en el poder.
En el sentido de cada nombre,
a cada cosa,
encontramos el sosiego.
Es por ello,
sólo por ello,
por ese sosiego,
que buscamos nombrar a lo innombrable;
como decir guerra,
y no llenarnos la boca de sangre y ceniza;
como decir hambre,
y no regurgitar nuestros pulmones.
como decir muerte y llamarla Aylan.
Y en la incertidumbre de la ausencia de nombre,
nos escudamos en números.
Nos encanta llamar Samuel o Shimah al primero,
para llamar Dos al segundo.
Pues no da pena si son mil,
la pena está en que tenga nombre.
Lloramos a los que conocemos,
pero en otras playas,
en otros fangos y,
en otras guerras,
en otros mares ahogados,
mueren cientos que no lloramos.
Y se van,
para siempre,
sin que nos importe,
sin que los recordemos,
y sin ni siquiera,
saber sus nombres.