Fragmentados
Anhelo de madrugada.
Claveles sobre lápidas
hondeando a media asta.
¿Por qué será que, lo mejor de lo vivido,
los más bellos recuerdos,
quedan fragmentados?
El olor del asfalto mojado y,
a lo lejos, un coche pasando sobre él.
Sonido de madrugada
por la rendija de la ventana.
Un hilo de aire helado que sisea,
y que, sin quererlo,
me transporta a rincones internos;
Una ventana abierta con el ruido de un tendedero.
Una batidora...
El olor de determinada lejía.
Café en la cocina.
¡Ese perfume! ¡El color azul!
¡Sus últimas palabras!
Nuestras primeras.
A lo que no sabía la comida,
y lo gris que llegó a ser el mundo.
Fotogramas,
pedazos,
fragmentos,
que me forman,
que fueron parte de algo real,
y que,
al romperse
se pegaron a mí,
a cada uno.
Un llanto de bebé entre paredes vecinas,
olor a brasero,
la suavidad de una determinada prenda de ropa...
La televisión a lo lejos,
sola,
sin público.
En una pirámide de fragmentos,
tan alta como los días de la vida,
escarpada como el pasado de cada uno,
en su cúspide,
se aloja el niño que tenemos dentro.
Solo,
tranquilo en la cima,
saboreando,
oliendo,
escuchando y viendo el mundo,
desde dentro
pero como el primer día.
Y enterrados bajo esta pirámide,
mientras nuestro niño quedó en la cúspide,
nosotros reposamos bajo su base,
aplastados,
pegados a los fragmentos,
machacados bajo ellos,
añorando la cima,
anhelando al niño.
Y es que,
al niño,
nadie le aviso de que,
al construir su obra de fragmentos del pasado,
debía quedarse arriba
o acabaría siendo viejo.
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