jueves, 21 de junio de 2012

Capítulo 11. El mensaje





Capítulo 11. El mensaje

Carles y Ramón estaban tardando mucho. Ya casi habían pasado cinco minutos. Cristina se puso muy nerviosa al ver aparecer el tren a lo lejos. Poniéndose en pie de un salto, se asomó a ver qué hacían el periodista y Carles, y los vio junto a una figura que estaba en el suelo. Sintió deseos de acercarse, pero a ella le gustaba ser obediente y se serenó quedándose donde estaba. Las figuras oscuras que corrían estaban ya muy cerca de ellos y, sin duda, no eran amistosos, ya que cada vez parecían correr más. «No creo que sean buenos», pensó con mucho terror Cristina. El tren tomó la última curva para llegar a la parada y comenzó a ralentizar poco a poco su marcha. Cristina no estaba segura pero juraría que el tren, que venía de la dirección en la que se encontraban las figuras, había pasado por encima de alguna de ellas. «Tardan mucho y los van a coger esas sombras», pensó, «debo avisarles»:
―¡Carles! ¡Señor Ramón! ¡Venid, por favor!
No estaba segura de que le hubiesen oído, estaban un poco lejos y su voz era muy floja debido al miedo y a lo débil que se encontraba. Fue a gritar de nuevo empleando todas las fuerzas que le quedaban, pero antes de lanzar la voz, un timbre, el segundo aviso, resonó por toda la estación de forma estridente. Ramón y Carles se pusieron en pie y comenzaron a correr de vuelta. Las figuras estaban apenas a un par de minutos como mucho de distancia y no paraban de acelerar. Ahora sí estaba segura, el tren atropellaba a algunas de esas personas raras porque ni si quiera se apartaban de su camino. «Son monstruos» pensó la niña. Corrían de una manera que a la pequeña Cristina le recordaba más a un animal que a una persona, pues, a pesar de ir sobre las piernas, parecían todos muy encorvados y, aunque ahora hubiese luz, seguían siendo como sombras. Un escalofrío recorrió la espalda de la niña que inmediatamente se dijo a sí misma que eso no era bueno, que eran monstruos de verdad. El tren comenzó a parar y ella introdujo rápidamente las maletas. Mientras introducía la última, vio como las primeras figuras estaban alcanzando a Ramón y a su hermano, que estaban llegando a la parada de tren. El tercer timbre del tren sonó más fuerte que los anteriores asustando a la niña de nuevo. Su hermano y Ramón habían desaparecido entre la primera fila de esos seres.

Capítulo 12. Un pequeño héroe

―Una rosa en el infierno no es luz suficiente. La oscuridad se acerca. Salvaos, Ramón y Carles.
Aquel hombre moribundo había dicho exactamente eso. Ramón no lo entendía, pero le daba igual. Sabía su nombre y eso era muy perturbador. Además, el hombre tenía una extraña mancha cubriendo la mitad de su cuerpo, una mancha negra y purulenta que emitía un hedor a podrido y que se movía lentamente por su cuerpo. En cuanto la vieron, Ramón y Carles tuvieron cuidado de no tocar al hombre, y mucho menos su mancha. Además, apenas tuvieron tiempo ya que el hombre, tras unos instantes mirándolos con ojos ausentes, había soltado semejante cosa. «Sabía mi nombre», se decía Ramón aun perturbado por el momento mientras se había dado la vuelta con el niño para echar a correr.
Las figuras estaban mucho más cerca, corrían mucho y les pisaban los talones, pero la parada estaba también muy cerca y el tren había llegado. El tercer timbre del reloj que anunciaba la llegada del tren y su pronta partida acababa de sonar y tenían que darse prisa, así que aceleraron un poco más. Carles comenzó a subir a la pasarela y Ramón lo siguió. Sin embargo, Ramón no sabía que uno de los escalones o varios estaban rotos o en mal estado y, aunque al bajar no cedió ninguno, al subir, uno se rompió bajo su pie. El periodista tropezó y cayó de bruces contra el borde de la pasarela rompiéndose un diente y haciéndose mucho daño. Carles lo vio y paró para ayudarlo. En ese momento, los dos se dieron cuenta de que las figuras que corrían estaban a su lado. Eran personas de color negro como el carbón y con los ropajes raidos. Sus ojos eran de color blanco sin iris y plagados de venas rojas que trasmitían la sensación de ira. De sus bocas asomaban hilachos de baba de color amarillento que caían sobre el suelo. Sus cuerpos se hallaban encorvados y tensionados. Ramón se incorporó al tiempo que una de las figuras saltó agarrando su pantalón. Carles dio un rápido puntapié en la cara de esa figura a la vez que esquivaba el abrazo de otra de ellas. Ramón tiró de su pierna hacia arriba de la pasarela, al tiempo que la patada de Carles alcanzaba el objetivo, y consiguió soltarse perdiendo un trozo de tela de su pantalón. Subieron a la pasarela sin mirar atrás y, esquivando un par de figuras más, lograron entrar en el tren. Este comenzó a moverse lentamente al entrar ellos. Cristina, a su vez, se escondió bajo uno de los asientos muy asustada. Ramón, que había tropezado al entrar, se encontraba de rodillas en el suelo y la mano de una de esas figuras le agarró del cuello de la gabardina tratando de tirar de él para fuera. El tren aún andaba muy despacio y varias de esas figuras se habían agarrado a la puerta, mientras que otras tantas corrían por fuera persiguiéndolo.. Otra figura más agarró a Ramón por el pantalón esta vez y comenzó a tirar de él. El periodista trataba de agarrarse a las paredes del tren, pero esas figuras le agarraban con demasiada fuerza. El tren iba ganando velocidad, pero él se encontraba con medio cuerpo fuera del vagón y no creía poder hacer nada para zafarse de las figuras, por más patadas que les lanzase. Ramón pensó tristemente que, al menos, los niños estarían a salvo, y sentía mucho no poder protegerlos. Lanzó un par de patadas más a la desesperada al tiempo que su mano soltaba la pared del tren sin fuerzas para agarrarse más. Estaba a punto de caer fuera cuando, de repente, escuchó cerca de su oído:
―Cuide de mi hermana como prometió, señor Ramón.
Carles, empuñando la pala que él mismo había reparado, saltó sobre las dos figuras derribándolas y cayendo los tres fuera del tren. Ramón estaba libre y el tren iba lo suficientemente rápido como para que las figuras no lo alcanzasen, pero Carles había saltado. Ramón buscó desesperadamente una manera de parar el tren, pero no la encontró. Entonces, se preparó para saltar en su búsqueda, tomó algo de carrerilla y, cuando se disponía a saltar, vio a la pequeña Cristina sola, agazapada bajo un asiento y triste, por lo que se detuvo. Cristina estaba asustada y Ramón también. La niña lo miró con lágrimas en los ojos y le dijo con una tranquilidad que trataba de esconder miedo:
―Mi hermano estará bien, mamá siempre decía que sabe cuidarse muy bien solo.
En los ojos de Ramón brotaron lágrimas. No sabía qué hacer, no sabía qué decirle a la pequeña.
―¡Ojalá su hermano estuviese bien! ¡Ojalá fuese cierto! ―imploró al cielo Ramón.
Sin embargo, el periodista no encontraba consuelo y comenzó a llorar abiertamente. No quería asustar más a la pequeña, no quería llorar delante de ella, pero no podía controlar esa sensación de impotencia. Las lágrimas cubrieron sus mejillas y comenzaron a caerle por la barbilla. Seguía asustado, sin duda, pero ya había olvidado el terror y daría lo que fuera por haber saltado él en vez del pequeño héroe. Un nudo en la garganta le hizo suspirar y en ese momento sintió una pequeña mano en el hombro. Era Cristina, quien le miraba con una sonrisa algo forzada y los ojos mojados por las lágrimas:
―Señor Ramón, no llore, mi hermano estará bien ―dijo con leve convicción la niña.
La mano de la niña le transmitió a Ramón un leve atisbo de tranquilidad y, mientras rebuscaba en su gabardina la petaca, le dijo:
―Encontraremos a tu hermano y estará bien, te lo prometo. Y esta vez lo cumpliré.
En ese momento, sacó la petaca y un papel cayó desde el mismo bolsillo en el que la alojaba. Ramón miró a Cristina y ella lo miro a él. Pasaron unos segundos de silencio, sólo interrumpidos por el traqueteo del tren, que se dirigía a Naraca a un ritmo continuo y rápido. Ramón tomó el papel del suelo y lo abrió:
«CUIDE DE MI HERMANA, SEÑOR RAMÓN. VOY A BUSCAR UNA ROSA EN LA OSCURIDAD. EL CAMINO TERMINA EN MONTESQUIU. ALLÍ NOS VEREMOS.»
Ramón tomó un trago de su petaca. El alcohol entró en contacto con la herida aún sangrante que ocupaba el lugar donde hace poco estaba su diente. Esto le hizo sentir algo de dolor y escozor, pero apenas lo notó, pues seguía profundamente anonadado. Dio un nuevo trago, quizá el último que quedaba en la petaca, tratando de encontrarse a sí mismo, y miró de nuevo el papel, a la par que un atisbo de esperanza nacía en su interior.
―O quizás sea él el que nos encuentre a nosotros ―dijo mientras miraba a la niña.
Cristina le miró y, tras unos segundos más leyendo el papel a duras penas, le dijo:
―Mi hermano ha ido a buscar a Mamá”.

FIN DEL PRIMER VOLUMEN

  
Epílogo. Una Rosa en la oscuridad

«“Quietos como estatuas”. ¿Cómo es posible que esas fueran las últimas palabras que les dije a mis pequeños?», se preguntaba Rosa con un nudo en la garganta y los ojos irritados de tanto llorar. Hacía más de una semana que se había marchado a buscar ayuda y había dejado a los niños en una parada de tren en mitad de la nada. Debían encontrarse muy solos y, lo que es peor, aún estarían esperándola y pronto se les gastaría la poca comida que pudieron llevar consigo al huir de Barcelona.
La guerra era inminente, no sólo en su ciudad sino en toda España, en algunos lugares incluso ya habían empezado los conflictos y los bombardeos. No era raro descubrir de la noche a la mañana que alguien había desaparecido o incluso había muerto por pensar de una manera o de otra.
Rosa era totalmente apolítica. Sin embargo, era una persona muy católica de arraigadas costumbres eclesiásticas y eso, en tiempos de odio, podía ser malinterpretado por cualquiera. Su marido se marchó de casa un par de años atrás, casi sin decir nada, sin explicar ni adónde ni por qué. Tan sólo había cogido una vieja escopeta de caza y había salido por la puerta una mañana, sin ni tan siquiera mirar atrás. Ella estaba sola, muy sola, y aún era muy joven, tan sólo 28 primaveras habían pasado por sus venas, y cargar con dos hijos, casi sin dinero, había sido la prueba más dura a la que hubo de enfrentarse. Afortunadamente, aún le quedaba una hermana, María, quien siempre estuvo a su lado y que, tras la marcha de su marido, le había ayudado a conseguir un trabajo en la lonja limpiando pescado.
Pero la guerra se acercaba y pronto la gente dejó atrás su convivencia para pasar a tener miedo de todos, incluso de su vecino más cercano, y eso mismo ocurrió con Rosa. Se rumoreaba en su barrio, la Barceloneta, que el marido de Rosa era militar y había partido hacia Sevilla, ciudad que Franco y Queipo de Llano habían tomado, para unirse a las filas nacionales. A Rosa, ese hecho le importaba un bledo mientras su marido, al que sin duda guardaba un poco de rencor por haberse marchado, estuviese sano y salvo, pero la mayoría de sus vecinos veían a los nacionales como el enemigo y si su marido era uno de ellos, Rosa también lo era a sus ojos. Rosa recordaba nítidamente cómo su hermana la había despertado una noche a altas horas de la madrugada para advertirle de que algunos de sus vecinos estaban pensando cosas terribles sobre ella y debía marcharse cuanto antes. Poco después, Rosa, con lo poco que tenía ahorrado invertido en unos billetes de tren y con sus hijos bajo el brazo, compró víveres para algo más de una semana preparándose para tomar un tren que la llevase a su pueblo natal, Tremp.
Tremp era un pequeño pueblito del pirineo lleidatá, donde quizá la situación estuviese algo más calmada y, sobre todo, donde aún vivía su madre en una pequeña casita. Pero la guerra avanzaba rápido y, tras lograr tomar un tren con dirección a Francia desde la abarrotadísima estación de França, en Barcelona, su viaje continuó poco más. Al parecer, la frontera de Francia estaba a punto de ser cerrada por los propios franceses para no interferir en el conflicto que estaba surgiendo en España. Para más inri, no eran pocos los rumores que informaban de cortes en las vías de tren por miembros de grupos armados reclutando gente para combatir el avance nacional. Todo era cierto. Cuando apenas habían comenzado su viaje y tan sólo se encontraban cerca de la ciudad de Cervera, el tren había sido detenido por un grupo de campesinos armados con rifles. Habían tapado con rocas las vías del tren para después obligar a la gente a bajar y, en algunos casos, entregar las pocas cosas de valor que tenían. Rosa no tuvo ese problema, pues sólo llevaba encima un objeto de valor, un anillo de plata con un zafiro diminuto que había sido el único regalo de su marido durante su noviazgo. Tras varios días esperando en mitad de la nada y alimentándose del pescado cocido en sal y de algunos de los embutidos que llevaban consigo, por fin los campesinos retiraron las rocas y un nuevo tren pasó por allí. El tren, curiosamente, se dirigía hacia la misma dirección que ella quería seguir y, aunque quizás no fuese a Tremp, seguro que la dejaría más cerca. Rosa y sus niños subieron al tren, cargando tras de sí un gran número de maletas de diversos tamaños.
El tren partió y, para sorpresa de Rosa, estaba vacío, totalmente vacío. Aunque no entendía algo como esto, pensó que,  probablemente, fuera el comienzo de su ruta y que al llegar a la primera estación se llenaría de gente huyendo de la guerra. Pero su sorpresa no pudo ser mayor cuando, tras un par de horas de viaje en el que le pareció pasar varias veces por el mismo sitio, llegó a una parada diminuta en mitad de la nada, donde el tren se había detenido y, además, parecía que definitivamente. Rosa se extrañó aún más de todo cuando, tras casi veinte minutos parados allí sin señales de nadie ni de nada, se dirigió a la cabina del conductor y vio que estaba completamente vacía. Rosa asumió que no había nadie y que el tren no partiría tras varias horas de absurda espera.
Madre e hijos pasaron la noche allí, adaptando el lugar de la mejor manera posible para poder dormir los tres en una pequeña garita que coronaba la parada y, así, resguardarse del terrible frío que empezaba a hacer.
La noche terminó y, al amanecer, el tren se había marchado. Rosa no entendía nada. Angustiada, rezaba cada cierto tiempo por sus pequeños y por el mal estado en el que empezaban a encontrarse debido al frío y al esfuerzo. Además, la comida no duraría para los tres más de una semana por mucho que la racionasen. Transcurrieron dos días y la situación no varió ni un ápice, excepto por el creciente frío que cada día caía sobre ellos con más fuerza. Ningún otro tren había pasado y Rosa tomó una determinación: les dijo a sus hijos que la esperasen allí «Quietos como estatuas» hasta que ella volviese. Llevaría comida para tres días de manera muy racionada y dejaría comida a sus hijos para tal vez una semana. Seguiría las vías del tren por el camino que habían venido y trataría de llegar al último pueblo que había visto desde la ventana del tren. Este pueblo no debía de estar a más de unos treinta o cuarenta kilómetros, y Rosa estaba segura de poder llegar allí para buscar ayuda, así que emprendió su camino, y aunque dejar a dos niños solos era una irresponsabilidad, en este caso creía firmemente en que su hijo, astuto como un zorro y muy hábil desde pequeño, sería capaz de proteger a su hermanita de casi cualquier peligro. Lo único a lo que temía de verdad era a las armas de la guerra y confiaba en que, por muy monstruosas que volviese la guerra a las personas, no habrían llegado al extremo de matar a niños desamparados.
 Rosa anduvo durante todo el día hasta que, tras muchos kilómetros recorridos, la noche había caído y ella se dispuso a preparar un pequeño saco de dormir con diferentes prendas de ropa entrelazadas. No notó el terrible frío. Tampoco notó que, al acostarse, unos extraños ruidos se despertaban. Ni siquiera notó cómo las sombras crecían a su alrededor aunque fuera de noche. Pero, desde luego, sí que pudo sentir cómo la oscuridad, lo que parecían una decena de manos de sombras, la habían agarrado y zarandeado de manera violenta, despertándola con un gran sobresalto, a lo que, inmediatamente, había seguido un fuerte golpe en la cara que la había devuelto a la oscuridad del sueño.
No recordaba cuánto tiempo estuvo inconsciente. Lo único que recordaba, hacía ya unos cuatro días, era estar en este sitio, una prisión húmeda, muy húmeda, sin ventanas, con tan sólo una puerta de metal sin abertura y con muros de piedra por donde se filtraba agua salada. Cuatro días en esa celda y no había visto nada ni a nadie. Durante el día, tan sólo el ruido del mar rompiendo en algún lugar cercano la acompañaba. Sin embargo, cada noche, un sinfín de agónicos y desgarradores gritos resonaban terriblemente fuertes y claros desde todas partes. No sólo se escuchaban lamentos y gritos, sino también susurros e incluso, en alguna ocasión, frases sueltas que parecían incluir su nombre. Tenía hambre, frío y sed, pero lo más terrible pasaba por su cabeza al recordar que sus hijos, Carles y Cristina, estarían solos y aún esperándola. «Ojalá Dios cuide de vosotros por mí», pensaba cada cierto tiempo, a la par que rezaba porque todo esto pasase. La situación era muy extraña y, sin duda, la falta de alimento y agua le estaba afectando. No obstante, había una cosa que la perturbaba aún más, más incluso que el hecho de que sus hijos estuviesen solos, más incluso que los extraños gritos que retumbaban en su prisión por la noche o el hecho de que nadie hubiese pasado por ahí en cuatro días: era algo escrito en la pared que a duras penas se veía durante el día gracias a una pequeña rendija en el muro. En letras grandes, escrito a mano y, empleando algo que terriblemente parecía ser sangre, se podía leer:
«LA MUERTE ES SÓLO EL PRINCIPIO»

FIN


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