lunes, 30 de abril de 2012

De espaldas al sol



De espaldas al sol

(Imágen cortesía de Alfonso Otón)


De nuevo graznidos en la mañana quebrando el silencio del gris y el vacío. Acompañando a los cuervos en su siniestra y desagradable melodía, el continuo sonido de las aspas del molino y el traquetear de la polea que hace funcionar el elevador. Bajo al gris, a la ceniza del suelo, una vez más como cada día. Ya apenas me pregunto nada de lo que rondaba por mi cabeza al principio, pero ¿cuándo fue el principio? La niebla de ceniza y vapores  rodea todo, incluso las copas de los arboles. Son nubes, pero son nubes sucias, manchadas de un gris eterno. Tan sólo el sol, con tímida fuerza, se cuela entre las nubes y cada día me hace pensar que quizás exista un lugar con otros colores, un lugar con luz. Pero eso tampoco es una gran esperanza, no para mí. A fin de cuentas, alguien que no conoce el principio de sí mismo como yo, difícilmente conocerá su final. Un quejido en el mecanismo de la polea me saca de mi ensimismamiento cotidiano: eso significa que el elevador está llegando al suelo.
Muchas veces me he preguntado «¿por qué fui elegido?» «¿Qué me hace diferente?» «¿Por qué soy yo el que debe darle la espalda al sol?» De alguna manera, no me pregunto por qué cada día la gente sube hasta las copas de los árboles y nunca bajan. Tampoco me pregunto de dónde proceden, es decir, si todo es gris, si todo está vacío, lleno de ceniza, ¿de dónde proceden? Cada día, durante mucho tiempo, ha venido gente, personas de todas las formas, tamaños y colores, y todos en silencio, con el rostro ensombrecido y triste. Se acercan cuando el sol cobra más fuerza y logra colarse entre las nubes de ceniza, caminan con paso lento y pausado, en largas filas y con una perfecta organización dirigiéndose a las diferentes bases de los arboles.
También me he preguntado bastantes veces quién estará en las otras copas de los árboles, todas iguales, con la figura de un cuervo de paja coronando la cúspide de cada árbol, cada una con un mecanismo elevador, instalado por alguien alguna vez y seguramente olvidado. Posiblemente en las otras copas habrá otros como yo. La soledad hace estragos en mí y el silencio ha mermado mi mente. No recuerdo si yo era sociable o no, pero desde luego ahora ya no lo soy. Me asustan las personas.
El elevador toca suelo con un leve golpe de metal contra piedra, amortiguado por una suave capa de ceniza que se halla sobre el suelo. La gente me espera sin impaciencia, sin prisas, sin ánimo… Yo diría incluso que sin vida. Poco a poco, ante mis ojos van subiendo en grupos al ascensor y, con un mecanismo que se halla en la base del árbol, pongo en marcha el sistema de poleas que hará subir de nuevo el ascensor. El mecanismo se pone en marcha como siempre, como todos los días que recuerdo de mi vida. Todos aquí, en este árbol, en este ascensor, en esta… Rutina infinita.
Estas… ¡¿Personas?! ¿Son personas de verdad? ¿Soy yo una persona? ¿O solo soy un mero mecanismo más? De nuevo esta pregunta en mi cabeza. Veo mujeres, hombres y niños, pero son caparazones vacíos. Sus miradas carentes de vida me asustan, pero hay algo en sus ojos que me asusta aun más. Veo el reflejo de los míos, y también están vacíos. Sin embargo, siento miedo, y creo que eso es lo que me mantiene vivo.
El ascensor termina su camino en la cima de nuevo, emitiendo su característico quejido en la polea. Esta estructura a la que hemos subido podría llamarse mi hogar. Una estructura de madera, vacía, en la cima de la nada. Un mirador al infinito que cientos de personas cruzan cada día, a cada hora, hasta que la oscuridad de la noche cae de nuevo.
Por muchas veces que lo vea seguirá pareciéndome en cierta forma horrible, pero, a la vez, poco a poco, a lo largo de los años, también he alcanzado a comprenderlo…
Un hombre. Ahora una mujer y su hijo. Luego un joven corpulento y una mujer enjuta que lo acompaña. Otro. Uno más. Doy varias decenas de viajes con el elevador subiendo a más y más gente a una cima de la que jamás bajaran. Caen al vacío uno tras otro, desapareciendo como personas y apareciendo como cuervos. Saltan al vacio, sin prisas y sin pausas, sin vida, para volver con alas renovadas. Hay algo terrible en esto y, a la vez, algo hermoso. En esta atalaya, en la copa de este árbol que aún alberga un leve color verde sobre este mar de gris, quizás morir como persona para vivir como cuervo sea la única esperanza.
Sin embargo, como ya he dicho antes, no quiero morir, mi miedo me da vida y la muerte me da miedo. Quizás en las otras copas viva más gente atemorizada como yo, pero el miedo me impedirá averiguarlo nunca. Quizás ser un cuervo y graznar hacia el sol no esté tan mal. Sin embargo, temo dejar de ser yo. Quizás nunca deje de ver muerte, pero quizás el miedo me impida morir a mí.
El sol comienza a ocultarse, entro de nuevo en el elevador. Un nuevo viaje al suelo, al gris, aún deben quedar algunas personas abajo. Pronto todo será oscuridad tras el atardecer y podré descansar. Mientras tanto, mientras brille el sol y los cuervos graznen, yo seguiré aquí, sin alas, sin valor para volar hacia la luz. Solo en las tinieblas, solo con mi miedo. Y seguiré dándole la espalda al sol.
                                                                      

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